Por
Carolina Trens
Es indudable que el fútbol es una fiesta,
una fiesta que comienza en una vereda o barrio popular de cualquier lugar del
mundo, donde los jugadores son hijos, primos, ahijados, parientes o amigos de
los hinchas. Donde la pelota y las camisetas si las hay se han comprado con el
esfuerzo de la comunidad sumando peso a peso, preparando el gran día, el
momento feliz del encuentro deportivo. Se dan cita los jugadores vestidos de
gala y los hinchas mostrando su favoritismo, es el encuentro para la diversión,
la lucha por la victoria; no importan el sol, la sombra, la lluvia. En ese
momento no importan la miseria, el hambre, la guerra, las injusticias pasadas,
ni las presentes, ni las del futuro. Es la licencia para ser libres por unos
minutos, es hacerle trampa a la vida que nos imponen, escoger al equipo que se
nos da la gana, gritar o no, llorar, sudar, aprender, ser leales por un tiempo
o para toda la vida.
El deporte en general y el fútbol en
particular requiere muchísima disciplina, honestidad, compromiso, dedicación,
confianza en uno mismo y en los demás, sentido de equipo, responsabilidad y
talento con el que se nace o se logra cultivar. Todas cualidades de los
revolucionarios, de los luchadores, de los líderes populares, de los
trabajadores de las fábricas, de los campesinos, de los estudiantes, de ciertos
intelectuales.
El fútbol y la patria chica o grande van
siempre a la par, el lugar donde nacimos es la patria chica y ahí se hunden
nuestras raíces más profundas que luego y con el tiempo se extienden a
geografías más amplias y con otros intereses. Fútbol y Patria y pueblo, porque
los jugadores son pueblo raso, pueblo auténtico. ¿O alguien puede presentarme a
un jugador de fútbol burgués, empresario, dueño de una multinacional,
terrateniente, latifundista, dueño de un medio de comunicación?
Es tan fuerte el lazo de la tierra propia
representada en una bandera, en un equipo deportivo, en un himno que hay
historias de dolor, muerte y heroísmo. En 1942 durante la Segunda Guerra
Mundial en la ciudad soviética de Kiev ocupada por tropas de la Alemania nazi
de Hitler se jugaron varios partidos de fútbol entre el equipo ucraniano Start
y el Flakelf de los ocupantes. Todos los partidos fueron ganados por Start
cuyos futbolistas trabajaban unos en una fábrica mientras que otros fueron
sacados de un campo de concentración para jugar. Testigos de la época dieron
testimonio de amenazas de muerte si el equipo Start osaba ganar, y por supuesto
la vida sobre todo de los prisioneros del campo de concentración pendía de un
hilo. La ejecución se pospuso algunos meses, los futbolistas del Start fueron
fusilados junto con decenas de trabajadores al tiempo que 200 prisioneros del
campo Syrets corrían con la misma suerte. Cuando el franquismo en España asesinaba
al presidente del club Barcelona, su selección partía a jugar para recolectar
fondos en defensa de la República.
Entonces el fútbol también es una cuestión
política, una cuestión de Estado, un fenómeno de masas armonioso y palpitante.
El capital, que todo lo pudre, lo corrompe,
convirtió al fútbol en uno de los negocios más rentables del planeta y la FIFA
es su representación junto con monopolios de marketing. No hay nada que hacer:
este agasajo de los sentidos que es el fútbol es también un cochino negocio,
todo se vende y se compra, los eventos, los balones, las camisetas, las
banderas y las medias, los tenis, la publicidad, los estadios, los jugadores,
los árbitros, las marcas, los desodorantes, las papas, las modelos, otra vez
las tetas, los culos, los perfumes, los periodistas, las tarjetas de crédito, los
boletos de avión, de tren, de autobús, de barco, de infamia...
A los jugadores que amamos, admiramos,
lloramos y seguimos los venden como a ganado en feria según la raza Hereford,
Braunvieh, Brahman, Angus se compran y valen millones de euros. Los hinchas
lloramos de alegría y de tristeza, los monopolios sin apasionamientos cuentan
dinero. Nuestras selecciones, las de la Patria Grande, producen enormes
ganancias para otros países en especial los del “primer mundo”. Nuestros
jugadores ya no viven en el barrio o en la ciudad latinoamericana, viven lejos
añorando su tierra.
¿En estas condiciones qué es lo
revolucionario: amar u odiar el fútbol, o el mundial? ¿Será que si el fútbol no
existiera los pobres ahí si haríamos la revolución? ¿En Colombia se unirían
todas las fuerzas progresistas para imponerle la paz a Santos o a Uribe y
terminar la guerra? ¿No son acaso mercancías todas las actividades humanas: el
amor, la música, respirar, comer, dormir, caminar, vivir, morir? A estas
alturas del campeonato hasta nuestros pensamientos y deseos son adivinados y puestos
en venta por el “ojo que nos espía”.
Nadie nos va a quitar jamás la felicidad, la
ternura de ver a James Rodríguez con los brazos abiertos y extendidos,
ofreciendo lo mejor de sí, como un niño sin pretensiones, con nobleza, con
espontaneidad. Él no es él: es un equipo, es parte de sus compañeros y ellos
parte suya, tienen un objetivo y unas reglas que aceptan y respetan, son
jóvenes, son alegres, parecen felices por encima de la realidad. Le brindan la
mano al adversario y hasta pueden llorar en su hombro.
¿De dónde salieron estos muchachos tan
especiales, tan hermosos?
No se parecen al país más desigual del
mundo, ni al país famoso por sus narcotraficantes y paramilitares, no se
parecen a los llamados líderes colombianos, ni a sus banqueros, ni a los
periódicos que los aclaman, ni a sus congresistas que jamás han aprobado una
ley que favorezca el deporte, que patrocine a los deportistas.
La selección Colombia se parece a su
pueblo, es el pueblo mismo, el del Chocó, de la Costa Atlántica, del Tolima, de
Santander, del Valle, de regiones pobres y humildes. Tocados por la guerra como
todos los colombianos, el tío de James, Arley Antonio Rodríguez también
futbolista del Deportivo Independiente Medellín; el 10 de julio de 1995, a los
19 años, fue asesinado por unos vándalos que le propinaron 6 tiros a él y su
acompañante en el barrio Castilla, al Noroccidente de Medellín. Un año antes
asesinaron a Andrés Escobar, extraordinario jugador y mejor persona. El clan
Gallón Henao de narcotraficantes antioqueños del Cartel de Medellín
inicialmente y luego del cartel de Cali y de los Pepes, financiadores confesos
de paramilitares, mandaron matar al jugador. El Estado colombiano cubrió con el
manto de la impunidad este crimen.
Algo está cambiando en Colombia y eso
refleja la selección de fútbol que supo romper las roscas del poder mafioso y
de favoritismos que la ahogaban. Los
jugadores de hoy parecen movidos por otra ética, la de su entrenador José
Pekerman.
Los guerrilleros queremos el deporte y
amamos el fútbol, somos hinchas de los equipos nacionales, oímos más que vemos
los partidos por las circunstancias, sabemos quiénes son sus jugadores, sus
técnicos, opinamos como especialistas sobre los partidos de los aciertos y los
errores, creemos en la suerte y en la magia del balón. Se juega fútbol y no
todo el que se quisiera porque hay que cuidar las botas. Con la selección
Colombia jugábamos nosotros, corrimos tanto como ellos, goleamos, sudamos,
sufrimos y lloramos, maldijimos al árbitro, al tiempo traicionero que transcurrió
indudablemente más rápido que nunca, muy tristes maldijimos en esta ocasión a
nuestra mala suerte.